Aunque es transparente, el tejido sintético sobre cada una de mis manos me priva de una visión del mundo; el panorama íntimo de detalles que sólo las yemas de mis dedos saben darme. No queda más remedio, pues uno de esos detalles es el insistente coronavirus, bichito con piel de cordero que mata como los lobos, a traición y agarrado al cuello.
Las terminaciones sensibles, tan sensibles, de mis dedos envían señales fatigadas, como esa falsa sensación de masticar que dan las dentaduras postizas. Más aún, teniendo en cuenta que las manos son intermediarias de placeres diversos, mis dedos no culminan, privados de ese impulso motivador que es la excitación desnuda. Y mi mente, y las autoridades, les dicen… «es mejor así».
El COVID-19 no es ese tipo de enfermedades ligadas a la alegría en las que la gente cae porque no tiene más remedio, polvos que valieron la pena. No, el coronavirus te entra en el cuerpo pilotando una gota de saliva, pegado en un moco, escondido en cualquier rastro asqueroso que ninguna filia sabría rentabilizar. Es cutre y gris, tiene el glamour de un catarro vulgar, pero es capaz de privarnos de algo cristalino y mullido a la vez, el contacto humano.
Los humanos se tocan y sus almas acuerdan pactos o se alían para la guerra. El abrazo enciende la luz de los ojos y redacta proyectos en el presente y en el futuro de los que se abrazan. También rescata el pasado, y lo convierte en beso. Es demasiado bueno, y algo que una plaga infernal que se precie no debe tolerar. Es el precio, a cambio del amor… «póntelo, pónselo». Y que no se rompa.