Tengo diez años. Estoy mirando al suelo y memorizo atentamente la sensación. No quiero perderme un solo detalle. Intento recordar para siempre la distancia que separa mis pies de mis ojos, la altura que tengo ahora. Es posible, aunque no estoy muy seguro aún, que, en algún tiempo que no puedo ni imaginar, mi cabeza esté mucho más arriba, quizás el doble, como la mayoría de las personas adultas que me rodean. Para entonces yo seré un adulto también y me comportaré como se comporta la gente mayor, ocupada siempre en cosas importantes, cosas de mayores. Me pregunto cómo será. Seguro que también hablaré diferente y quizás tenga pelo en la cara, como mi padre. Pero todo esto me interesa poco. Lo que realmente quiero es averiguar cómo se siente alguien siendo tan alto, saber cómo me sentiré yo cuando crezca así, y si habré olvidado mi mundo y cómo soy ahora.
Yo sé que la gente mayor olvida las cosas. Parece mentira, lo que la cabeza se vacía con los años. La imaginación llena más, pero luego se pierde. Les pasa a mi padre y a mi madre. Siempre han sido mayores, aunque, algunas noches antes de dormir, mi abuela me cuenta que mi padre de niño hacía esto o aquello. Aventuras que a mí me parecen películas, cosas que ocurrieron hace muchos, muchos años, en una época como de cuento, porque mi abuela las historias las cuenta, así. Como aquella vez que unos niños malos del pueblo intentaron obligar a mi padre, que entonces tenía mi edad, a beber agua de un abrevadero de animales, y que él se revolvió y consiguió vencerlos a todos. Mi abuela relata estas cosas sentada en su cama y en camisón. Yo y mis hermanos escuchamos embobados y nos come la emoción por saber el final de esas historias míticas, en las que nuestro padre se convierte en un amigo de pandilla, diferente al adulto que sale a trabajar cada día.
Me pregunto si mi padre recuerda cómo era vivir en aquel cuerpo, cuando era más bajito que su madre, mi abuela. Cómo era sobrevivir en su mundo, mucho más violento que el mío. Yo tengo miedo muchas veces. Me da miedo la oscuridad, me dan miedo las personas que hablan a gritos. Me da miedo la altura. Soy torpe, no sé jugar al fútbol y tengo asma, pero mi curiosidad es muy grande y hago todo lo que se me ocurre. Incluso cacé una lagartija y la metí en el congelador, algo que aterrorizó a mi madre.
Cuando crezca, descubriré que matar animales no es una buena idea, aunque para llegar a eso habré tenido que pensar mucho. Para entonces, las lagartijas y los gorriones serán seres vivos, un concepto innegociable y muy importante. Pero ahora, a esta distancia del suelo a la que me encuentro, una lagartija es un reto irresistible.