Una edad a la altura

Publicado: 13 septiembre, 2022 en Sin categoría

Tengo diez años. Estoy mirando al suelo y memorizo atentamente la sensación. No quiero perderme un solo detalle. Intento recordar para siempre la distancia que separa mis pies de mis ojos, la altura que tengo ahora. Es posible, aunque no estoy muy seguro aún, que, en algún tiempo que no puedo ni imaginar, mi cabeza esté mucho más arriba, quizás el doble, como la mayoría de las personas adultas que me rodean. Para entonces yo seré un adulto también y me comportaré como se comporta la gente mayor, ocupada siempre en cosas importantes, cosas de mayores. Me pregunto cómo será. Seguro que también hablaré diferente y quizás tenga pelo en la cara, como mi padre. Pero todo esto me interesa poco. Lo que realmente quiero es averiguar cómo se siente alguien siendo tan alto, saber cómo me sentiré yo cuando crezca así, y si habré olvidado mi mundo y cómo soy ahora.

Yo sé que la gente mayor olvida las cosas. Parece mentira, lo que la cabeza se vacía con los años. La imaginación llena más, pero luego se pierde. Les pasa a mi padre y a mi madre. Siempre han sido mayores, aunque, algunas noches antes de dormir, mi abuela me cuenta que mi padre de niño hacía esto o aquello. Aventuras que a mí me parecen películas, cosas que ocurrieron hace muchos, muchos años, en una época como de cuento, porque mi abuela las historias las cuenta, así. Como aquella vez que unos niños malos del pueblo intentaron obligar a mi padre, que entonces tenía mi edad, a beber agua de un abrevadero de animales, y que él se revolvió y consiguió vencerlos a todos. Mi abuela relata estas cosas sentada en su cama y en camisón. Yo y mis hermanos escuchamos embobados y nos come la emoción por saber el final de esas historias míticas, en las que nuestro padre se convierte en un amigo de pandilla, diferente al adulto que sale a trabajar cada día. 

Me pregunto si mi padre recuerda cómo era vivir en aquel cuerpo, cuando era más bajito que su madre, mi abuela. Cómo era sobrevivir en su mundo, mucho más violento que el mío. Yo tengo miedo muchas veces. Me da miedo la oscuridad, me dan miedo las personas que hablan a gritos. Me da miedo la altura. Soy torpe, no sé jugar al fútbol y tengo asma, pero mi curiosidad es muy grande y hago todo lo que se me ocurre. Incluso cacé una lagartija y la metí en el congelador, algo que aterrorizó a mi madre. 

Cuando crezca, descubriré que matar animales no es una buena idea, aunque para llegar a eso habré tenido que pensar mucho. Para entonces, las lagartijas y los gorriones serán seres vivos, un concepto innegociable y muy importante. Pero ahora, a esta distancia del suelo a la que me encuentro, una lagartija es un reto irresistible.

Palabrería

Publicado: 24 agosto, 2021 en Sin categoría

Como gruesas gotas de una lluvia que anuncia tormenta, las palabras necesarias caen y limpian el suelo. Levantan el aroma de lo primigenio, el olor a tierra mojada. Esto solo lo hacen las primeras, las que abren el frente del alivio, esas que llegan bajo el trueno y nubes movedizas, como ideas pesadas que no se definen pero ahogan.

Brota el aire. Su oxígeno se adentra en el cuerpo, y en el alma penetra el orden de los sonidos que arrastra. A ambos los mata o los revive, los alimenta o los intoxica.

Las palabras necesarias andan siempre cerca de alguna tormenta. Bien porque las promueven, bien porque nacen de ellas. Contienen sus nombres, y expresan el motivo de su existencia. Sin ellas, el trueno solo sería un ruido, como un rostro sin ojos, como la violencia del ignorante; el trueno de esas tormentas encuentra en las palabras su destino.

Hace tiempo que de mis manos y mis dedos no surgen palabras. Demasiada pereza para escribir la voz.

Hoy, de camino a casa, me ha envuelto la electricidad del aire. He sentido el principio de las cosas. No sabría explicar bien qué sensación es esa. Se siente el final, la monotonía, se siente la alegría, y la tristeza se soporta hasta que acaba, te cambia o te entierra. Todas son hijas de una misma familia de sensaciones que viven huérfanas, siempre a la búsqueda de un cuerpo o un alma al que aferrarse, nutrir o esquilmar.

Las gotas gruesas de las primeras lluvias que cierran el verano llevan el cambio en su agua, en el olor que arrancan, en la temperatura que atajan. Se recuerdan toda la vida. Quien diga lo contrario, miente.

Realidad, emperatriz desnuda

Publicado: 26 mayo, 2021 en Sin categoría

Carismáticos, inalcanzables, leyendas, candidatas a leyenda, como dioses y diosas en un Olimpo prohibido a los mortales, miran directamente a los ojos desde la foto. No ofertan, simplemente exhiben, en una mezcla de cosa lúdica y obscena a la vez, en tanto que se juega con la sangre íntima del deseo y la envidia.

Esa es la composición que queda para la posteridad, la foto fija. El sueño eterno de millones de followers. Pero esa imagen tiene un instante germinal, un instante de carne cruda, como todos los partos, en el que lo importante no es vaporoso sino obscenamente, de nuevo, interesado.

Revolotean los y las fotografiables, despliegan una puesta en escena y, justo antes de coquetear con la cámara, coquetean con el fotógrafo o fotógrafa cuando es un tercero el que dispara. Tangible o no, al final todo es sexo y apetito. Y como revoloteo en torno a un plato de comida, impúdico e implacable. Hambrientos, se miden, se miran, compiten y se odian con guante de seda por el protagonismo, y acechan ese momento en el que se producirá el milagro de la foto definitiva, el visado a la inmortalidad. Un milagro a medida que ya no recuerda su espontaneidad primigenia.

Para un observador externo, ese momento no es más que un ajetreo de animales en celo que en ridícula pose adoran un objeto inanimado. Un trozo de metal, cristal y plástico al que los ojos entornados dirigen sus almas y ruegan para que la lente les rompa el himen, cada vez, como un o una amante cíclope (no sé si hubo cíclopes hembras) y que luego relate a todos el éxtasis congelado e imitado para siempre.

Supongo que alguien mirando fijamente a un ladrillo e intentando convencerle de su amor, debe tener un aspecto inquietante. Pero si además hay una pose impostada y mucho peloteo, lo que queda cuando la dignidad se evapora es el ridículo. Decía el niño del cuento… «el emperador está desnudo». Y el mundo queda así distribuido, entre los que solo ven al emperador y los y las que ven a una persona en pelotas.

Afortunada o desgraciadamente, eso solo son prolegómenos técnicos de la eternidad definitiva, estampada en un puñado de píxeles. A partir de ahí las vidas discurren iluminadas por ese instante, marcadas por el prestigio que irradia esa foto, décima de segundo arrancada a un amasijo absurdo de egos a la caza de súbditos y súbditas.

Como estos emperadores, y emperatrices, hay otras élites que irradian desde el ridículo su imperio sin auctoritas. Un ejemplo paradójico es el de periodistas estrella que narran el mundo desde un ecosistema privilegiado, cerrado y alejado de la realidad, regodeados en su estupenda normalidad ajena a la gente normal. Es paradójico porque la profesión periodística es muy precaria para aquellos y aquellas que no llegan con patrimonio o credenciales familiares, pedigrí, o respaldos políticos; son la carne de cañón de las estrellas que mandan sobre ellos y ellas.

También ocurre con muchas figuras de la política. Hay un momento en que jamás vuelven a mancharse con los retrasos de la sanidad pública, por ejemplo, o los tedios inherentes a la condición de pueblo llano, mientras se les llena la boca de las bondades de su gestión, responsable de esos infiernos.

Da por pensar que se vive mejor desnudo haciendo como que se va vestido, o vestida. Incluso desnudo con honestidad. ¿Quién no ha nadado en pelotas y sentido que no hay mejor modo de disfrutar de una piscina? Esa respuesta es fácil; no todo el mundo tiene ni la piscina ni el tiempo a mano para reflexionar sobre semejante cosa; otro ejemplo más, sin ir más lejos.

Yo mismo siento como vestimenta impostada este esfuerzo por hacer inclusivo mi lenguaje. Noto cierto vértigo ante el riesgo de someter injustamente al lenguaje, criatura alada y dueña de sus propias alas. Pero también sé que la distribución de género que la convención acomoda en las sílabas, no es equilibrada. Me daré un tiempo. Lo inédito que perdura se revela como acertado, pero ojo, un fracaso a cuenta del ridículo tampoco se olvida fácilmente.

Marionetas

Publicado: 17 diciembre, 2020 en Sin categoría

El olor, el tacto y el sabor de la carne humana componen palabras sencillas. No sustentan conceptos complicados. Vocalizan sílabas potentes, aunque a veces sean balbuceos. Palabras que se agarran a la entraña, como el parloteo de cualquier cría animal, que atraviesa las especies y los sexos para convertir el corazón del enemigo en aliado protector.

Huelen los cuerpos sudorosos, huele el cabello. Como por arte de magia, la piel matiza su caligrafía al tacto porque los dedos ven lo que les dicta el deseo. Tiemblan enamoradas y enamorados entre la poesía y la química. La primera les hace soñar y la segunda les hace estallar.

Dicen los cosmólogos que la materia oscura es necesaria para justificar las matemáticas del universo. No se ve, pero se la siente en las ecuaciones, que quedan cojas sin ella. Es una idea maravillosa, la de que nos sustente un ultracable invisible sin el cual seríamos volutas caóticas. La idea es peculiar, pero remite a una verdad incómoda, somos marionetas de algo.

En el fondo no hace falta irse a dimensiones bíblicas. Somos marionetas. De la materia oscura, del olor que nos enloquece, de los sabores que apagan el hambre, del deseo en general, y de la fuerza de los otros en particular. Al final todo se reduce a eso.

Ilusión, sinónimo de espejismo

Publicado: 14 diciembre, 2020 en Sin categoría

araña juanmaIlusionados, encendidos, encaramados en un carro de fuego, los manifestantes iban en pos de un mismo destino. Un lugar más allá de los dispersos objetivos personales, unos más nítidos, otros más desenfocados, y cada uno de su madre y de su padre según el realismo pragmático de cada una y cada uno.

El destino, al contrario que el objetivo, no necesita definición exacta. Es como una fuente de olor alimenticio o sexual, que siembra en los humanos y humanas una llamada irrefrenable, aunque desconozcan su origen. Cuando la perciben, sus corazones se ponen en marcha y ya ningún latido importará si no se transforma en un paso más en esa dirección. Es entonces cuando las vidas hacen camino, y todo cobra sentido.

El destino se siente. Aunque a veces pueda intuirse, no se ve, es imposible verlo. Pero se siente. Se siente como si no hubiera otro sentimiento posible. Se siente como se siente el anclaje de un puente colgante al otro lado de un abismo que es necesario salvar. Un puente que se tambalea, pero que algo dice que no se caerá, y que, a pesar del vértigo, del miedo y de la incertidumbre, del viento y de la lluvia implacable, se convierte en la única alternativa a esperar con mansedumbre el final de la vida sin intervenir, sin que ocurra nada.

A los manipuladores de voluntades les gusta presentar sus versiones del destino, las que convienen a sus objetivos. Las personas necesitan ese alimento porque les libera de la cárcel enrarecida de la debilidad y las dudas, y acuden al reclamo famélicas de decisión. Esto es una canallada, porque es engañar al rincón más puro del corazón, ese que nos convence del sacrificio desinteresado o nos impulsa al esfuerzo sin tasa. Tal obscenidad es bastante común en nuestro país y en otros tercermundistas. En la política se da sin pudor, también en la pedofilia, en la violencia doméstica y en la de género. Se practica con frecuencia en las profesiones vocacionales como la enseñanza, sanitarios, militares o los periodistas, gremio pragmático en el que goza de amplia difusión.

Verdades y fantasmas

Publicado: 24 noviembre, 2020 en Sin categoría

Molde del cuerpo de Man, el alemán de Camelle (Costa da Morte)

Los fantasmas viejos deambulan con pasos ligeros. Lo hacen por los pasillos, por las estancias principales, al aire libre, bajo techo o en espacios abiertos. A la vista o dejando un rastro de sonidos inquietantes. El lugar o el indicio no importan porque la esencia del fantasma, la vocación fantasmal, es deambular. O divagar, que es como se deambula en el mundo de las ideas. Buscan el descanso y, contra lo que habitualmente se piensa, no tratan de saldar cuentas pendientes, sino más bien de cerrar un círculo de certezas que por cualquier motivo, mayormente falta de determinación, quedó pendiente en vida. Un broche abierto, que les deja escapar como volutas de humo.

Los fantasmas deambulan mendigando atención, rogando para que el miedo se produzca y prenda el fuego de la comunicación entre el que asusta y el asustado. Es una manera de existir, porque para existir lo único necesario es ser reconocido, ser expresado en palabras, ser formateado en códigos personales e intransferibles. Y no digo formalizado ni sustanciado, digo formateado. Porque lo formal solo es una convención y la sustancia solo es un soporte material de la forma, y ambos no son sino un muerto potencial. La forma es el hábitat de lo vivo, que se define como tal por su dominio del orden propio.

Es complicado comprender la realidad. Hace ya tiempo que considero tan real lo palpable como lo imaginable. Y no dejo de preguntarme qué motivo tiene el avanzar en el tiempo. Bien pensado, si el tiempo tiende a infinito, y esto es una consideración realista y matemática, es insignificante lo que hagamos, todos. Matemáticamente, la verdad más estable es la que resulta de hacer tender la variable tiempo a infinito, y en esa verdad se confunden el ser y el no haber sido absolutamente nada. Los fantasmas deambulan porque eso los mantiene vivos. Deambular es definir, trazar, crear vida. Hasta que cierren su círculo e ingresen en el pasado, donde el olvido será implacable.

El olvido es la verdad más estable, matemáticamente, se entiende. Dicho esto, ¿qué importa todo lo demás?.

NÚMERO…

Publicado: 1 mayo, 2020 en Sin categoría

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Mi teléfono no me reconoce cuando pago con él en las tiendas. Su cámara me mira y, aunque lo que ve son mis ojos, es incapaz de saber que soy yo. Entonces me bajo la mascarilla, instantáneamente me confirma como su dueño y ordena al banco que pague. Me pregunto qué es lo que ve en mí, en qué se fija para decidir. Seguramente la nariz, la boca y mi expresión ausente tienen algo que ver. La alternativa a mi rostro es teclear un número, personal, secreto e intransferible. Es lo que hago ahora tras cansarme de sacar la nariz en la caja del súper.

En estos tiempos la identidad se tambalea y lo que fuiste, quién eres o qué pretendes hacer, cuenta poco. Alguien te apunta con una pistola termómetro y la temperatura te acredita como persona posible. Cuenta más ser biológicamente inofensivo. Obviamente, poner en peligro la vida por una reticencia estúpida no es de recibo. Pero hay algo poéticamente triste en la predominancia de las sospechas víricas sobre los encantos personales.

Supongo que mi teléfono, más bien Apple, tendrá sus razones, pero me fastidia que mis ojos, mi mirada, hablen tan poco de mí y que haga falta la ayuda de mis mofletes para determinar quién soy. Quizás es una suma de sutilezas ordenadas por algún remedo de inteligencia artificial creada para componer un retrato único e inimitable; el necesario para ordenar transacciones bancarias en nombre del dueño de ese teléfono concreto. Aparentemente, mis ojos, sus pliegues, sus arrugas y ritmos no dicen nada. Mi iPhone prefiere una clave; ser un número es más fácil para él, para el banco y para los datáfonos de los supermercados. El resto es la misma mascarilla azul verdoso que nos caracteriza como humanos.

El asunto es que, a fuerza de repetir el mantra del miedo razonable, me he acostumbrado.  Me siento a salvo guardando el secreto de mi clave del teléfono tras la mascarilla verdosa. Salgo a la calle, miro a mi alrededor y un instinto desconocido discrimina los rostros desnudos de los enmascarados como salvajes y civilizados respectivamente. Poco importa si parecen simpáticos o repulsivos, el criterio es el contagio. El resto de las funcionalidades son burocráticas y para eso están las claves de los smartphones.

Mi teléfono es más humano que los humanos post pandemia. Cuando le pido que pague, su primer impulso es mirarme a la cara, honestamente. En el fondo, el que oculta su rostro soy yo y solo le doy una opción: tratarme como un número.

EL BANCO DE LA ‘PACENCIA’

Publicado: 18 abril, 2020 en Sin categoría

Cretan Scenery; Mirthios.

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Hay frases y palabras cuyo espíritu no es el de las letras doradas de la literatura, sino el de las voces que han atravesado vidas enteras. Son espíritus verdaderos, porque no salen de la fabulación o la impostura, sino que han crecido en un hueco de realidad. Los ha modelado el viento de la experiencia y pertenecen a su lugar en el mundo.

A las palabras de moda hay que adaptarles lo que sucede a su alrededor. Son protagonistas e impropias, aunque seductoras. Solo importa usarlas y con el tiempo crean un hábito de cosa real. Pero en el curso normal de la vida, la impostura cansa mucho y el cuerpo te pide llamar a las cosas por su nombre. Por eso, las palabras verdaderas viven.

Este nombre no tiene por qué ser el dictado de la Real Academia. Por ejemplo, una «cocreta» no está en el diccionario, pero engarzada en la voz adecuada, puede despertar el apetito con más contundencia que una «croqueta», que si te descuidas puede ser hasta congelada. Y si no te pones las pilas, pueden espetarte un «¡agila!», que suena más ‘ágil’ que «¡agiliza!».

Estas palabras tienen tendones, piel y huesos; dejes de generaciones, cansancios de un mismo momento que se repite, alegrías tan disfrutadas en el mismo capítulo vital de abuelos, padres e hijos, que se las ve venir en el calendario. Y son tan verdaderas que cuando se reúnen espontáneamente salen refranes, que son las frases más ciertas de todas porque funcionan para el pasado, el presente y el futuro.

Uno de estos tedios, que se está labrando un hueco en la memoria futura, es la espera del confinamiento por el coronavirus. Y en eso estaba la abuela de una amiga mía granaína, aguantando las horas y los minutos, «sentada en el banco de la ‘pacencia'», dijo. Yo no le oí el comentario, no estaba allí, pero vi su foto y la textura de esa anciana encarnaba la palabra que mi imaginación sí oyó con sílabas claras. En otra boca no sé que habría sido, quizás una «paciencia» mal dicha. En la suya, con su gesto, fue la evocación perfecta de una resignación que se ha perdido en la noche de los tiempos.

 

PÓNTELO, PÓNSELO

Publicado: 14 abril, 2020 en Sin categoría

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Aunque es transparente, el tejido sintético sobre cada una de mis manos me priva de una visión del mundo; el panorama íntimo de detalles que sólo las yemas de mis dedos saben darme. No queda más remedio, pues uno de esos detalles es el insistente coronavirus, bichito con piel de cordero que mata como los lobos, a traición y agarrado al cuello.

Las terminaciones sensibles, tan sensibles, de mis dedos envían señales fatigadas, como esa falsa sensación de masticar que dan las dentaduras postizas. Más aún, teniendo en cuenta que las manos son intermediarias de placeres diversos, mis dedos no culminan, privados de ese impulso motivador que es la excitación desnuda. Y mi mente, y las autoridades, les dicen… «es mejor así».

El COVID-19 no es ese tipo de enfermedades ligadas a la alegría en las que la gente cae porque no tiene más remedio, polvos que valieron la pena. No, el coronavirus te entra en el cuerpo pilotando una gota de saliva, pegado en un moco, escondido en cualquier rastro asqueroso que ninguna filia sabría rentabilizar. Es cutre y gris, tiene el glamour de un catarro vulgar, pero es capaz de privarnos de algo cristalino y mullido a la vez, el contacto humano.

Los humanos se tocan y sus almas acuerdan pactos o se alían para la guerra. El abrazo enciende la luz de los ojos y redacta proyectos en el presente y en el futuro de los que se abrazan. También rescata el pasado, y lo convierte en beso. Es demasiado bueno, y algo que una plaga infernal que se precie no debe tolerar. Es el precio, a cambio del amor… «póntelo, pónselo». Y que no se rompa.

 

DESNUDOS

Publicado: 11 abril, 2020 en Sin categoría

Pencil drawing of naked man by Leonardo Da Vinci

El confinamiento nos desnuda con la parsimonia de un o una amante. El primer día, la primera prenda. Se miden la curiosidad, el atrevimiento, la valentía, el descubrimiento, la  novedad. La primera semana llega con facilidad.

El primer festivo encerrados es un toque de atención. La ruptura de la rutina entretiene en los laborables, pero recluirnos en festivos, días de la libertad por derecho, es una intromisión sin ninguna gracia; una pequeña cuesta arriba, casi imperceptible, empieza a fatigarnos.

Caen los días sin discusión, impuestos por ley. Prenda a prenda, avanza el cansancio. Porciones de lo que somos quedan expuestas, anónimas, sin identidad que las reclame. No existen las opciones y la voluntad no puede expresarse. Lo que hacemos deja de definirnos y empezamos a ser lo que se ve de nosotros; «lo que hay», como suele decirse.

El campo de acción se limita al hogar, y no vulnerar el espacio personal de aquellos con los que convivimos reduce la capacidad de iniciativa a la cortesía, lo que en estas circunstancias es como no hacer nada; maniquíes.

La desnudez siempre es una promesa cuando alguien te desnuda, y cuando ofreces una identidad que siembre el deseo. No es el caso de los maniquíes (habitualmente). Ahora somos cosas que no pueden enfermar y el agente que nos deja con la vergüenza al aire no atiende a nombres ni a razones.

Poco a poco la ciudadanía deviene en masa de cuerpos sin nombre, primero los más pobres o menos inquietos, luego los demás. El grado de protección económica marca el grosor de las vestiduras, pero con tiempo, todas acaban por caer.

Desnudos, simplemente esperamos a morir. En el fondo, es lo que los seres vivos hacen en la vida. Pasan muchos más días y cuando todo lo que nos alienta desaparece, una única sílaba eleva su volumen, el sonido de la carne monótona al convertirse en alimento de lo que la depreda.

Pero, ¿qué ocurre? Algo se mueve entre la masa de cabezas y extremidades. Sí, la identidad tiene un refugio. Sigue viva. Resistiremos.